Descripción arquitectónica

Introducción


Poco conocida y aún menos apreciada es la arquitectura neoclásica de México. Se le acusa de frialdad, de conceptualismo formal, de carencia de gusto y hasta de fealdad, de escasa o nula raigambre cultural. No se perdona a los arquitectos neoclásicos su responsabilidad en la destrucción de incontables retablos barrocos. Como si los arquitectos del barroco siglo XVIII no hubiesen destruido los retablos de tiempos anteriores y transformado los edificios construidos antes de ellos, a tal grado, que son escasísimos los ejemplos subsistentes del siglo XVII neohispano. Si los reproches fueran válidos, sería posible continuar el rosario de lamentaciones hasta la prehistoria misma.

Es un hecho que las generaciones anteriores a la nuestra vivieron la historia sin percatarse de ella; por lo menos, su interpretación era muy distinta a la que ahora prevalece. Creyeron que la historia comenzaba con cada quien, y su obra, siempre "moderna" por fuerza superaba a las predecesoras. Aún en nuestros días, cuando debiera existir una conciencia histórica bien definida, las mayorías son ajenas a esta nueva concepción de la existencia y creen todavía en la superioridad, formal y funcional, de la obra actual sobre la anterior.

Más si se piensan las cosas con algún sentido crítico, por rudimentario que éste sea, se llega a la conclusión de que cada obra responde, con bondad o con deficiencia, a su circunstancia temporal y, por ello, la época de la construcción no es un dato fehaciente para juzgar la calidad de la obra de arquitectura. Quizá el único elemento para juzgarla, aparte de la calidad artística y la significación histórica, estriba en la capacidad de cada estructura para adaptarse a las cambiantes funciones impuestas por el devenir de la cultura. Antes y ahora, por otro lado, se han construido infinidad de despropósitos. Los horrores de nuestro tiempo siguen en pie. Los del pasado fueron destruidos implacablemente, con ellos, por desgracia, también cayeron muchas obras valiosas.

Los denuestos contra el arte neoclásico son comunes, pese a la revaloración de que ha sido objeto entre historiadores y críticos del arte. Los retablos levantados con tanta prodigalidad durante la primera mitad del siglo XIX son vistos con desprecio y, ante ellos, se desatan las lamentaciones por los retablos dorados desaparecidos, que antes ocuparon el mismo lugar. Los valores formales de la arquitectura de ese tiempo pasan inadvertidos y poca o ninguna atención es la que merecen por parte de los legos, críticos y arquitectos.

Sin embargo, hay un edificio en México, el Palacio de Minería, que nadie se ha atrevido a denigrar, ni siquiera los más recalcitrantes enemigos del neoclasicismo. En su favor se aducen la elegancia de las formas, la justeza de la proporción, la monumentalidad de la escala. En el edificio se perciben, de modo inconsciente e involuntario, algunos valores que satisfacen las demandas sentimentales y estéticas de los amantes del barroco mexicano. Porque, en efecto, hay mucho de sabor barroco en la organización formal y espacial del Palacio de Minería.

La gente que vivió durante la centuria pasada también fue sensible, por otros motivos, a los valores formales del edificio. Veía en él uno de los manantiales de las modalidades artísticas que llenaron su siglo. Además, los mexicanos, independientes de nuevo cuño, reconocían en el Palacio formas ajenas al mundo hispánico, cuyo origen imaginaban, no sin razón, en la otra Europa, culta y progresista, que había destruido el oscurantismo del poder absoluto y, por tanto, convertida en el ideal para las demás naciones del mundo. Pero, si afinamos nuestra sensibilidad de percepción, el juicio cambia. En efecto, la estructuración del espacio hunde sus raíces en la tradición mudéjar; hasta la interpretación de los órdenes clásicos debe mucho a esa voluntad formal, presente en toda la arquitectura española y, desde luego, en la mexicana.

Podría suponerse que un arte intelectualista, regido por normas, y que por ello aspira a obtener valores de universalidad, poco puede deber a los regionalismos y localismos. Sin embargo, más allá de las reglas estéticas y de la imaginación creadora, gravitan las circunstancias geográficas y culturales. De ese modo, el neoclasicismo mexicano es un neoclasicismo sui generis, que se niega a romper del todo con la voluntad artística barroca y la encubre, despojándola de los oros, las volutas y del horror al vacio ornamental.