Movimientos artísticos

Configuración del arte colonial


La gran cantidad de joyas preciosas que al conquistar la Nueva España encontraron los europeos, fue motivo de gran asombro, pues los aborígenes conocían el arte de la platería de forma casi perfecta. Se han publicado listas de las piezas preciosas que los españoles remitieron a la Corona y nóminas de los tributos que recibían de los indígenas los caciques y encomenderos. Esos documentos demuestran que no sólo era el valor intrínseco de los metales el que atraía a los conquistadores, sino que éstos se sintieron seducidos por la belleza de las joyas y ellos mismos ordenaron la manufactura de algunas. Era en Europa donde las alhajas indígenas no parecían ofrecer más valor que el del propio metal, pues consta que todas ellas eran fundidas al recibirse de la Nueva España y sí existen numerosas piezas de arte plumario en los museos de Europa, en cambio no se conserva en ellos ninguna de oro. Se puede demostrar fácilmente que los plateros indígenas continuaron trabajando y que los españoles utilizaron su arte, pero es cosa sabida que desde los primeros tiempos llegaron a la Colonia plateros europeos. De las joyas más antiguas de que se tiene noticia, elaboradas ya con carácter europeo, debe mencionarse en primer término la salamanquesa de oro que envió Hernán Cortés a Guadalupe, en Extremadura, como exvoto por haberse librado de la mordedura de uno de esos animales.

Se conserva noticia de una joya debida a la iniciativa del propio Conquistador para halagar a Carlos V. Era una culebrina o pequeño cañón cubierto totalmente de relieves y fundido de plata con mezcla de oro. Se dice que el rey, al recibir esta joya, la obsequió a su secretario Francisco de los Cobos, que tuvo buen cuidado de fundirla inmediatamente para que se convirtiese en sonantes monedas.

Se conocen algunas informaciones acerca del tesoro religioso de la Catedral de México en esos tiempos primitivos, gracias a un inventario de su sacristía formulado en 1541. Existían cinco cálices de plata, uno de los cuales, el principal, de forma ojival, era grande, con su patena y doce campanillas que colgaban de él. Se guardaban además las siguientes piezas: un incensario grande de plata con su crucifijo y una manzana abajo; dos cetros de plata con sus manzanas en la parte alta y otro más sencillo para el pertiguero; dos ciriales de plata; dos ampolletas grandes de lo mismo, con sus tapaderas; ocho candeleros pequeños de plata; una cruz dorada con un crucifijo, que donó el canónigo Juan Bravo: "dos candeleros grandes de plata que tiene la iglesia con sus pies y en e1los unos leones".

Durante toda la época colonial, los retablos, construidos según las diversas modalidades imperantes en los siglos XVI al XIX, tuvieron una importancia extrema en la Nueva España. Para el cristianismo, que echa sus raíces españolas en el Nuevo Mundo, fueron una necesidad litúrgica y a la vez expresión de un anhelo por dar tangibilidad o presencia a las sublimes ideas de su cosmovisión. Obras de operarios indígenas o de maestros inmigrados, que para mediados del siglo XVI ya lucen muchas iglesias del ámbito de los indios y del de los españoles. Se da principio a la tarea de conformarlos desde el momento en que una estampa presidía un altar rodeada de la fastuosa pero efímera composición de un marco indígena de flores o de plumas multicolores se da un paso más cuando se representa un verdadero retablo mediante pintura sobre la pared y finalmente se llega a tenerlos al construir en madera o en piedra estos marcos montantes de imágenes.

Para el hombre colonial, la presencia del retablo era indispensable y si de algo se preciaban los eclesiásticos era del número y la riqueza de los que poseían en iglesias, oratorios, capi1las y hasta en sencillas hornacinas. Para los laicos era motivo de lucimiento, por cuanto podían donarlos y, si eran pobres, por lo menos dotarlos de alguna tela o imagen pagada de sus peculios. A nadie importaba sobrecargar los espacios de las iglesias con la abundancia de estas obras y tampoco interesaba que unos nuevos desentonaran en estilo o en proporciones con otros anteriores.

El trabajo material del retablo es muy complejo pues implica la colaboración de diseñadores, carpinteros, enta1ladores, ensambladores, enyesadores y doradores, amén de los pintores e imagineros. Su función es la de servir de fondo ilustrativo y a la vez de señal de dedicación al altar que acompaña. En la práctica colonial el retablo evoluciona, tanto por lo que respecta a la retícula arquitectónica, como a la imaginería que se monta en ella, y registra cambios muy notables por prestarse, más que ninguna otra cosa, a que se hiciera gala de lucimiento acentuando su riqueza. Como complemento se doraban y sobre el dorado se policromaban con colores nobles y preciosos, de tal manera que estas fastuosas obras son ahora el índice más claro y terminante del sentido de orgullosa ostentación con que los ricos del Nuevo Mundo adornaban su vida.

El antecedente directo de los retablos mexicanos de los siglos XVI y XVII es la gran obra de los retablistas caste1lanos y andaluces. De Castilla, Andalucía, Extremadura y Valencia llegan los arquitectos y escultores que van a fabricarlos o dirigirlos en la Nueva España. Pero en el siglo XVIII se logra un inconfundible carácter mexicano que se desgaja totalmente de la Península. Es en los retablos dorados de esa centuria donde puede estudiarse y sentirse -amén de las decoraciones en estuco- el verdadero barroco mexicano.

Cabe hacerse una pregunta sobre el áureo esplendor de los retablos: ¿Por qué están dorados?, ¿Cuál fue su antecedente primario? Tal vez se halle la respuesta, remota y directa, en la Biblia, en su descripción del Templo de Salomón, aquel rey cuya sabiduría y grandeza recuerda aún la posteridad. Dice el Libro III de los Reyes: "...y todo el edificio por dentro estaba revestido de cedro, con sus ensambladuras y junturas hechas con mucho primor y artificiosamente esculpidas: todo estaba cubierto de tablas de cedro, de tal forma que no se podía ver ni una sola piedra en la pared... aun la parte del templo que estaba delante del oráculo la cubrió con oro acendrado, clavando las planchas de oro con clavos de lo mismo... no había parte alguna dentro del templo que no estuviese cubierta de oro, y de oro cubierto también todo el altar de los perfumes, que está delante de la puerta del oráculo... e hizo adornar todas las paredes del templo alrededor con varias molduras y relieves, figurando en ellas querubines y palmas y diversas figuras, que parecían saltar y salirse de la pared...". La fuente es clara, la impresión del relato es semejante a la que, toda proporción guardada, producen ahora los altares o retablos dorados, especialmente los barrocos.

Pero aún queda la interrogación en pie: ¿Por qué se cubría de oro o se doraba la madera esculpida?, ¿Fue ésta una idea original del pueblo judío, o ellos a su vez la tomaron de otro? Escudriñando en la historia antigua se advierte que la técnica del dorado sobre escultura no era desconocida para los israelitas, pues seguramente la adquirieron de los egipcios, pueblo culto y artista, en cuyo país los hebreos padecieron prolongado cautiverio, hasta su liberación por Moisés hacia el año 1491 a.C.; posteriormente, cuando Tutankhamón (1352-1343 a.C., dinastía XVIII), se llegó al máximum de la perfección escultórica en madera dorada y en oro; prueba de ello son, entre otras obras maestras: el naos o tabernáculo, el trono y el segundo sarcófago momiforme chapeados en oro. Ahora bien, hacia el año 1013 a.C. el rey Salomón, "afianzado que hubo su trono, emparentó con Pharaón, Rey de Egipto, desposándose con su hija", todo lo cual confirma la presunción de que los israelitas, en su relación con los egipcios, conocieron dicha técnica, pues poco después de, 1011 a 1005 a.C. levantaron el famoso templo del propio Salomón, sobre el Monte Moria, en Jerusalén. Parece así que fueron los egipcios quienes idearon esta nobilísima artesanía de la madera dorada, si bien todos los pueblos de la tierra han visto y reconocido en el oro sus notables cualidades: la de belleza, por su atractivo color amarillo brillante de matizados tonos, y1a de pureza, por su incorruptibilidad, limpieza y solidez que lo hacen digno de estar en contacto con la divinidad. Por otra parte es dúctil, o sea que puede extenderse en hilos y es maleable, se puede batir y extender en láminas muy finas.

En la Nueva España, durante los tres siglos de dominación europea se erigieron centenares de retablos dorados; unos fueron renacentistas, otros barrocos y otros más, churriguerescos. Todos con diversas formas respondiendo a sus épocas, todos con la misma finalidad, y en todos estaba latente que en la ciencia heráldica el oro representa al sol, simboliza el fuego y significa fe, constancia, perfección y fuerza, valores morales que se identifican con el sentido religioso.

La manifestación artística del siglo XVIII se encuentra embrujada por el criterio del barroco excesivo. Dentro de los templos con decoración casi fantástica, los objetos de uso diario, los muebles, las joyas sagradas, los ornamentos, tienen que brillar al unísono. Lo mismo acontece en las residencias señoriales y hasta en las casas de menores ambiciones. Una de las características del arte colonial, como de todo el arte antiguo del mundo, acaso la más admirable, consiste en que entonces lo útil no estaba reñido con lo artístico y así cualquier objeto, por humilde que pareciese su destino, se elaboraba como si fuese -y de hecho lo era- una obra de arte. Son comunes durante esa época diversos fenómenos relacionados con el arte de los metales finos. En orfebrería las joyas, así religiosas como profanas, van cediendo en mérito artístico al valor de las piedras preciosas que las cubren, en tanto que la platería, por su mayor perfeccionamiento técnico, alcanza su apogeo.

Las características del estilo en ese período son idénticas a las que aparecen en otras modalidades del arte: formas retorcidas, líneas curvas, abundante influencia francesa, en la rocaille de los Luises, sobre todo. El estípite se encuentra difícilmente en el conjunto de alhajas que buscan efectos más caprichosos, más fantásticos, más de acuerdo con el material rico en que las plasman.

Los centros de mayor riqueza se hallan, como siempre, en las catedrales. Primero la de México, después la de Puebla y en seguida la Basílica de Guadalupe. Pero también en las otras: la de Valladolid, la de Oaxaca o la de Guadalajara. Los santuarios suelen ser un ascua de oro, recuérdense los de Ocotlán en Tlaxcala, el del Señor de Chalma y el de San Juan de los Lagos. Los templos dedicados a la Virgen María en sus diversas advocaciones no se quedan atrás: conocida es la riqueza de la capilla de la Virgen del Rosario en Puebla, la de la Soledad en Oaxaca, y la de los Remedios en México.

Al finalizar el siglo XVIII, la suntuosa orfebrería barroca, cuyas obras han deslumbrado, va a tornarse en algo muy arquitectónico, muy mesurado y muy monótono: la orfebrería neoclásica. Su uniformidad es tal, que la progenitura se atribuye a un solo hombre: Tolsá; en esa época, decir estilo neoclásico equivale a decir estilo Tolsá. Las cualidades de este estilo deben verse en su lógica constructiva, en su precisión de dibujo y en su perfecta técnica.